Para un investigador del clima Groenlandia es «como La Meca para un musulmán». Hay dos o tres referencias mundiales ineludibles sobre el cambio climático y «ésta es una, junto con islotes del Pacífico que están siendo engullidos por el océano», afirma Ernesto Rodríguez, jefe de Área de Modelización de la Agencia Estatal de Meteorología. Esta isla, la mayor del planeta con la venia de Australia y la Antártida, tiene miles de ojos pendientes de ella; de cómo palpitan sus hielos en declive; del negro futuro de un tótem del reino animal, el oso polar; del reparto venidero -y conflictivo- del petróleo, gas y demás recursos minerales que el deshielo pone al alcance de la mano. Si de atención internacional se trata, Groenlandia va servida. La falsa tierra verde ('green land') bautizada por Erik el Rojo es hoy el mejor escaparate de los efectos de la crisis climática.
Sólo en agosto revistas científicas de primera línea han publicado media docena de estudios sobre las secuelas del calentamiento en la provincia autónoma danesa y su trascendencia planetaria. Todos portadores de malas noticias. En el penúltimo número de 'Nature', investigadores de la Universidad de Bristol destacan que la concentración de CO2 atmosférico es similar a la de hace tres millones de años, cuando Groenlandia era, entonces sí, una isla verde y boscosa. De seguir la escalada de emisiones, volvería a ese estado. El 31 de agosto, la edición online de 'Nature Geoscience' alertaba de que el deshielo de la segunda reserva glacial de la Tierra podría llegar con rapidez inusitada.
Ocurrió en el pasado. Hace 9.000 años el gran banco gélido de Laurentides, al norte de Canadá, parecía inexpugnable. Hoy es historia y los autores del estudio son cautos pero claros. «No se puede descartar un deshielo en Groenlandia del orden de un metro por siglo». El hielo ocupa 1,7 millones de kilómetros cuadrados, el 80 por ciento de la superficie insular; si se fundiera, el nivel de los océanos subiría entre 2 y 6 metros, según previsiones conservadoras o pesimistas.
Ni usted ni yo tendremos tiempo de comprobarlo, pero otros avisos se captan en minutos. Los satélites de las agencias espaciales europea (ESA) y estadounidense (NASA) enfocan sin cesar a la isla y la maltrecha banquisa circundante. Sus imágenes en tiempo real desafían todo escepticismo. Así hemos sabido estos días que el Paso del Noroeste se ha abierto por segunda vez desde que hay registros, que el máximo histórico de deshielo ártico de 2007 está a un palmo de repetirse, y dos de los grandes glaciares groenlandeses, Petermann y Jakobshavn, han retrocedido a cotas desconocidas.
Punto caliente
La observación a ras de suelo concuerda. Finales de junio, aeropuerto de Narsarsuaq, en el extremo sur de la isla. En un mismo día coinciden las cámaras de una televisión alemana y de Odisea, el canal de documentales hispano portugués, con igual propósito, captar la metamorfosis de la región. Enrolado en el segundo grupo, Ernesto Rodríguez precisa que Groenlandia es un interruptor del sistema climático del planeta, capaz de alterar la dinámica de la corriente del Golfo que regala a Europa sus inviernos llevaderos.
La corriente regula el intercambio de agua fría y caliente del Atlántico y su futuro dependerá en gran medida del ritmo de fusión del manto groenlandés.
«Es como ese canario que se llevaba a la mina para avisar de las fugas de gas», ilustra el climatólogo. Un «punto caliente» en más de un sentido. Menuda paradoja para un cubo de hielo descomunal. Allí las temperaturas medias han subido tres grados en dos décadas y el bochorno veraniego ya es norma más que excepción.
El termómetro marca 23 grados, más que en Madrid por las mismas fechas. Al glaciar Eqaluritsitt le crujen las hechuras. Desde el helicóptero se ven torrenteras de agua de deshielo y cauces lechosos horadan el 'inlandis', el corazón helado de la isla. La riada se filtra a las profundidades del glaciar y precipita su desprendimiento hacia el mar.
La fusión se acelera cada año, en tierra y en el océano. En 2004 en el norte el mar se compactó en octubre y aguantó hasta mayo. «El año pasado la banquisa se congeló a finales de diciembre y se empezó a deshelar entre marzo y abril», explica Francesc Bailón.
Bailón es antropólogo y buen conocedor del pueblo inuit.
Cada año viaja a Groenlandia, visita en Ilulisat a Hans y Mona, sus 'padres' nativos de adopción, y atisba las consecuencias del cambio climático a medio plazo sobre los inuit. «Su modo de vida está condenado, al menos el de los cazadores y pescadores del Norte». La banquisa se ha vuelto frágil, desaparece y les deja sin plataforma desde la que cazar focas, morsas, narvales «Ahora tienen que recorrer 80 ó 90 kilómetros, el doble que antes. A la vuelta se encuentran con el hielo abierto y pueden quedar atrapados», comenta.
La población meridional, de pastores y ganaderos, acusa también las rarezas del nuevo clima. «No llueve. Aquí no hay sistemas de riego y el heno plantado para el ganado se está secando», se lamenta Helen Fredriksen, maestra en Qassiarsuk, el primer asentamiento de los vikingos en la isla (s. X).
Los groenlandeses otean un horizonte cada vez menos blanco.
En el norte se sondean enormes yacimientos de hidrocarburos y minerales. En el sur hay proyectos experimentales para plantar manzanos. Con el calor quizá den frutos. Serían los primeros árboles en una isla sin agricultura, donde hasta ahora nada crecía a más de dos palmos de altura.
Sólo en agosto revistas científicas de primera línea han publicado media docena de estudios sobre las secuelas del calentamiento en la provincia autónoma danesa y su trascendencia planetaria. Todos portadores de malas noticias. En el penúltimo número de 'Nature', investigadores de la Universidad de Bristol destacan que la concentración de CO2 atmosférico es similar a la de hace tres millones de años, cuando Groenlandia era, entonces sí, una isla verde y boscosa. De seguir la escalada de emisiones, volvería a ese estado. El 31 de agosto, la edición online de 'Nature Geoscience' alertaba de que el deshielo de la segunda reserva glacial de la Tierra podría llegar con rapidez inusitada.
Ocurrió en el pasado. Hace 9.000 años el gran banco gélido de Laurentides, al norte de Canadá, parecía inexpugnable. Hoy es historia y los autores del estudio son cautos pero claros. «No se puede descartar un deshielo en Groenlandia del orden de un metro por siglo». El hielo ocupa 1,7 millones de kilómetros cuadrados, el 80 por ciento de la superficie insular; si se fundiera, el nivel de los océanos subiría entre 2 y 6 metros, según previsiones conservadoras o pesimistas.
Ni usted ni yo tendremos tiempo de comprobarlo, pero otros avisos se captan en minutos. Los satélites de las agencias espaciales europea (ESA) y estadounidense (NASA) enfocan sin cesar a la isla y la maltrecha banquisa circundante. Sus imágenes en tiempo real desafían todo escepticismo. Así hemos sabido estos días que el Paso del Noroeste se ha abierto por segunda vez desde que hay registros, que el máximo histórico de deshielo ártico de 2007 está a un palmo de repetirse, y dos de los grandes glaciares groenlandeses, Petermann y Jakobshavn, han retrocedido a cotas desconocidas.
Punto caliente
La observación a ras de suelo concuerda. Finales de junio, aeropuerto de Narsarsuaq, en el extremo sur de la isla. En un mismo día coinciden las cámaras de una televisión alemana y de Odisea, el canal de documentales hispano portugués, con igual propósito, captar la metamorfosis de la región. Enrolado en el segundo grupo, Ernesto Rodríguez precisa que Groenlandia es un interruptor del sistema climático del planeta, capaz de alterar la dinámica de la corriente del Golfo que regala a Europa sus inviernos llevaderos.
La corriente regula el intercambio de agua fría y caliente del Atlántico y su futuro dependerá en gran medida del ritmo de fusión del manto groenlandés.
«Es como ese canario que se llevaba a la mina para avisar de las fugas de gas», ilustra el climatólogo. Un «punto caliente» en más de un sentido. Menuda paradoja para un cubo de hielo descomunal. Allí las temperaturas medias han subido tres grados en dos décadas y el bochorno veraniego ya es norma más que excepción.
El termómetro marca 23 grados, más que en Madrid por las mismas fechas. Al glaciar Eqaluritsitt le crujen las hechuras. Desde el helicóptero se ven torrenteras de agua de deshielo y cauces lechosos horadan el 'inlandis', el corazón helado de la isla. La riada se filtra a las profundidades del glaciar y precipita su desprendimiento hacia el mar.
La fusión se acelera cada año, en tierra y en el océano. En 2004 en el norte el mar se compactó en octubre y aguantó hasta mayo. «El año pasado la banquisa se congeló a finales de diciembre y se empezó a deshelar entre marzo y abril», explica Francesc Bailón.
Bailón es antropólogo y buen conocedor del pueblo inuit.
Cada año viaja a Groenlandia, visita en Ilulisat a Hans y Mona, sus 'padres' nativos de adopción, y atisba las consecuencias del cambio climático a medio plazo sobre los inuit. «Su modo de vida está condenado, al menos el de los cazadores y pescadores del Norte». La banquisa se ha vuelto frágil, desaparece y les deja sin plataforma desde la que cazar focas, morsas, narvales «Ahora tienen que recorrer 80 ó 90 kilómetros, el doble que antes. A la vuelta se encuentran con el hielo abierto y pueden quedar atrapados», comenta.
La población meridional, de pastores y ganaderos, acusa también las rarezas del nuevo clima. «No llueve. Aquí no hay sistemas de riego y el heno plantado para el ganado se está secando», se lamenta Helen Fredriksen, maestra en Qassiarsuk, el primer asentamiento de los vikingos en la isla (s. X).
Los groenlandeses otean un horizonte cada vez menos blanco.
En el norte se sondean enormes yacimientos de hidrocarburos y minerales. En el sur hay proyectos experimentales para plantar manzanos. Con el calor quizá den frutos. Serían los primeros árboles en una isla sin agricultura, donde hasta ahora nada crecía a más de dos palmos de altura.



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